Final de recorrido

(Publicado originalmente en el libro Zepol -Variaciones en torno a la desaparición de Jorge Julio López, curado por Iván Ferreyra y editado por Recovecos. 17/09/2009)

Mis sospechas se confirmaron de la peor manera. Atravesaba una masa de polvo densa como el dulce de leche sobrevolaba la canchita de la plaza que dobla en Paso de los Andes haciendo esquina con Laprida, cuando un pelotazo que debería haberme desnucado, me atravesó la cabeza sin la menor obstaculización. Me di vuelta estupefacto y una tropilla de siete pendejos (número insólito para un partido, por cierto) se me vino encima con el mismo resultado: pasaron através mio blandiendo sus ahullidos de centro-delantero barítono, con la ropa tironeda por el viento y algún perro cojo que jugaba de defensa. Pasaron sin el menor inconveniente. Podía sentir el sabor rojizo de la tierra que les escoltaba, haciendo de mi garganta un cenicero, pero no podía retenerla. Había desaparecido definitivamente. Todo empezó hace más de un año, cuando noté que casi no se me escuchaba. Decía cosas que nadie parecía entender o atender, y para ser tenido en cuenta, sobretodo en un evento social, tenía que gritar. Pero nunca me gustó gritar, menos en un casamiento o en un restorán, pero la combinación del fondo musical y varias personas juntas me excluían automáticamente. Siempre quedaba afuera, a tal punto que llegué a detectar muchas personas con caspa, de tanto mirar espaldas.

Ahora que pretendo hacer mi propia historigrafía de forma más seria, creo que las telemárketers fueron mis primeras homicidas: el teléfono sonaba y les decía no quería algo que me ofrecían, pero no conseguía que me escucharan. Si llamaba a una empresa, por ejemplo de telefonía celular, generalmente mis reclamos iban desapareciendo conmigo, mis pagos no eran computados y mis quejas se extraviaban en alguno de los patíbulos laterales al purgatorio.

Una de las metástasis más dolorosas de esta enfermedad evanescente fue dejar de pertenecer a ningún grupo o colectivo. Cuando alguien del campo decía que eran el pueblo, yo no estaba -literalmente-, pero tampoco conseguía estar en otro sitio. Si me parecía que la iglesia esta fuera de lugar, que la radio era estridentemente resentida, o que los sindicatos sólo peleaban por cosas que no tenían nada que ver con mi sueldo, o con mi dignidad, la gente -probablemente al tanto de mi dolencia- me gritaba. Y yo no podía hacerme oir. Mi tibiez parecía diluirse en un mundo de violencia: albañiles rompiendolo todo al ritmo de sus celulares, veredas llenas de mierda de perro, y cualquiera metiendo el culo del auto donde podía, aunque yo estuviera parado ahí. Tanto me gritaron, tanto me quedé en silencio, tanto caminé bajo el viento, que mis amigos dejaron de llamarme, mi blog un día no estaba, y esa misma tarde -cuando todavía mis dedos podían prender la pc- noté que ya no estaba en Facebook. No había muro, no había tenido mails, no habia recuerdos, fotos del secundario, o spams con powerpoints machistas enviados por mujeres. Claro, tanto odié todo que me bloquearon. Gracias.

Estoy escribiendo esto en la pared, con un cospel que ya no necesito, después de haber pasado la noche viajando gratis en el E2. Todo un turno sentado junto al chofer, fumigando la ciudad con una ronca serenata negra de gasoil mal quemado. Del Chateau a Barrio Renacimiento y vicerversa, de la noche a la mañana, como un dinosaurio de Charly que se baja en el final del recorrido.-


Comentarios